Se tentó entonces recurrir a la sublevación interna, con los pocos unitarios residentes en Santiago. Aprovechando la concentración de tropas en la ciudad, iba a encabezar la revuelta el comandante Domingo Rodríguez. Era éste un militar a las órdenes de Ibarra, de origen español, complotado con otro connacional, el comerciante José María Libarona. Participaban en la conspiración el juez Pedro I. Unzaga, y los capitanes Santiago Herrera, Mariano Cáceres y Ramón Roldán. Era un movimiento de la burguesía, cuyos dirigentes, los Palacio y Olaechea, ya manifestaron sus discrepancias con el poder vitalicio de Ibarra.
En la madrugada del 24 al 25 de setiembre de 1840, estalló la revolución. Al concurrir a enterarse de la agitación militar, el Jefe del Polvorín de la ciudad, coronel Francisco Antonio Ibarra, fue asesinado sorpresivamente a lanzazos. Su hermano Juan Felipe, anoticiado de ello logró montar su flete y ganar la orilla opuesta del río con algunos fieles soldados. La historia volvía a repetirse, pero la experiencia parecía no haberles enseñado nada a sus enemigos.
Constituida el 25 a la mañana una asamblea popular ante el juez Unzaga, se dio formalidades de elección a la asonada, nombrándose por Gobernador sustituto a Rodríguez. Aquella era una ficción de autoridad, circunscripta a menos del ejido urbano y a unos cuantos hombres de posibles, vinculados a los gobernantes de Tucumán. Se cubrió un empréstito forzoso, repartiendo una paga extraordinaria entre los soldados, a fin de ganarse su confianza. Sin embargo, inteligentes propagandistas de Ibarra soliviantaron a la soldadesca, y tres días después, se produjo el desbande total. El capitán Juan Quiroga logró una deserción en masa del “Ejército Libertador”, y ante la orfandad terrible, el día 28 huyeron sin ofrecer combate, el gobierno y los jefes revolucionarios. Una vez más, se ratificaba la representatividad y el calor popular que rodeaba a Ibarra. Amenazado por un cerco de provincias enemigas y por ejércitos superiores, el pueblo no lo abandonó. El mismo 28 de setiembre volvió a tomar el gobierno sin lucha. Pero esta vez no tuvo misericordia. Le dolían como suyos los lanzazos que mataron a su hermano, y se propuso vengarlo.
La historia actual, se ha ocupado de condenar los padecimientos personales sufridos por los jefes sublevados, sin estudiar la conducta de Ibarra y su responsabilidad de gobernante. Condenamos la crueldad innecesaria, ejercida contra Unzaga, Herrera y Libarona, especialmente. No podríamos justificar tales actos inhumanos, pero sí explicarnos el drama íntimo que afectaba la psiquis de Ibarra, hasta llegar a reacciones tan extremas. Debe recordarse, el afecto entrañable que le unía a su hermano Francisco, a quien los sublevados asesinaron, también implacables. El coronel Ibarra se hallaba cumpliendo su deber en su acantonamiento, cuando los revolucionarios lo mataron a lanzazos. Y el coronel Ibarra, estaba solo entre sus enemigos.
La persecución y el exterminio de los conjurados que hizo Ibarra, era la que se esperaba de él de triunfar los otros. Por otra parte, el mismo 28 de setiembre, el primer acto oficial al reconquistar el poder, establecía: “Declárase traidores de lesa patria a todos los salvajes unitarios que hubiesen suscripto el acta de destitución del cargo de Gobernador en la persona de Don Francisco Ibarra, Coronel de Milicias de la Provincia”. Y este decreto estaba firmado también por el ministro Gondra, uno de los hombres de leyes del país, en ese momento.
No debe extrañar lo hiperbólico del lenguaje, ni de las medidas. Toda conspiración fracasada, entraña los mismos peligros para sus desgraciados protagonistas. Toda victoria de la autoridad, por medio de la fuerza, acostumbra hoy mismo, tomar esas medidas con el vencido. Las revoluciones y los revolucionarios, gozan o sufren, ganan la gloria o el dicterio histórico, según que triunfen o sean aplastadas. Además, no todos los que firmaron el Acta contra Ibarra, sufrieron las penas de los jefes rebeldes, pese a cuanto afirma el Decreto citado. La muerte en el cepo, o el confinamiento al campo del Bracho, fortín de frontera, sólo se aplicó a los cabecillas bien individualizados. El resto de los firmantes,no fue asesinado ni enchalecado pese a cuanto se diga en la truculencia folletinesca.
Más allá de las consideraciones sentimentales, el triunfo de Ibarra sobre sus enemigos lugareños, trasciende al plano político nacional. La caída de Santiago hubiera significado la derrota federal y la pérdida del Norte. La firmeza de Ibarra al oponerse a la Coalición, su afianzamiento en el gobierno haciendo de Santiago un sólido baluarte federal, torcieron el rumbo de la política argentina. Ayudaron a mantener el concepto soberano de la patria y a demostrar su unidad, frente a las presiones imperialistas coaligadas. La lucha por la Libertad de la patria, exige a veces estos holocaustos en las afecciones personales. Y estaba entonces en peligro, la Libertad mayúscula nacional, cuya soberanía e independencia son superiores a cualquier otra situación. En todo tiempo, por encima de los derechos particulares, muy dignos de todo respeto, hay veces en que la patria exige el derecho de la sociedad a su subsistencia. Esa fue la gran cuestión planteada entonces, y que el juicio histórico debe dilucidar dentro de una hermenéutica que contemple el interés nacional permanente, por encima de las individualidades.
Quizás muchos de sus protagonistas, creyeran de buena fe en el mérito de derrocar a Ibarra, cansados de su largo y omnímodo gobierno. Toda cruzada emprendida en nombre de la libertad, entusiasma muchos espíritus y simpatías. Entonces también se actuaba así, convencidos por una hábil propaganda y sin saber que servían inconcientemente, otros fines. Detrás del telón se escondían los intereses de la expansión imperialista europea, y eso, naturalmente no se alcanzaba a ver claro en aquellos días. La suerte argentina fue que el pueblo humilde y provinciano lo intuyera certeramente. Y que caudillos como Ibarra, aún al recurrir a los extremos de la fuerza, se comportaron a riesgo del dicterio póstumo, y expusieran la condenación histórica de su nombre, para lograr la sobrevivencia eterna de la patria.
La ideología y la quimera habían calado hondas sugestiones en los gobernantes pasados al unitarismo. Creían en una acción de resonancias heroicas, sin medir el fracaso de aquellas insostenibles empresas. En Tucumán, asiento central de la Coalición, seguían ilusionados con la destrucción de Ibarra, por medio de las armas o los argumentos propagandísticos. De ahí en adelante, toda la Confederación iba a derrumbarse. Se olvidaban incluso, los efectos de la tentativa del 24 de setiembre. Entonces, con la ebriedad del coraje, los ejércitos de la Coalición iniciaron la invasión santiagueña. Traían innegable superioridad bélica pero, sin el fervor popular que contagia voluntades.
Como en el cruce del Niemen, trasladada aquella majestuosa escena, al ámbito selvático americano, podía ser evocada:
“En el firmamento ardiente y puro
perezosamente se funden las nubes
y toda la naturaleza yace envuelta
como por una niebla, por la tórrida modorra”.
El 29 de octubre de 1840, desde su Campamento General en Marcha, el general Manuel Solá mandaba el ultimátum a Ibarra: “El 2º Cuerpo del Ejército de los Pueblos del Norte, ha ocupado en este día la Provincia de Santiago en diferentes direcciones. Antes que la sangre empiece a derramarse, apresúrese a impedirlo, prestándose a entrar con el que firma, en acomodamientos razonables”.
Ibarra dijo, como Alejandro I, valga el símil, la callada por respuesta. Seguido de sus fieles cual otras veces, abandonó silenciosamente la capital ante el avance enemigo. Sabía por la experiencia, la imposibilidad de mantenerse ocupando territorio hostil y despoblado. La tierra árida y desierta, ofrecía inclemencias físicas y una tétrica soledad. Napoleón, blasfemando en Moscú, se exasperaba al no encontrar un ruso, ante quien exhibiera su genio para firmar cualquier cosa, con nombre de paz.
Comenzó aquí, entonces, la guerra de recursos. Santiago estaba rodeada en sus límites: con Salta, desde el río Salado, con Tucumán, con Catamarca, por todas las direcciones incursionaban partidas unitarias. En el Barrialito, en Jiménez, las tropas de Solá libraron sus primeras escaramuzas, con soldados de Ibarra, que atacaban y desaparecían sorpresivamente. Esta peculiaridad de nuestros ejércitos populares y montoneros, sin igual en ninguna escuela táctica europea, abatía y desorientaba los ejércitos regulares. Ibarra, y todos los Caudillos nativos, la conocía en su doble aspecto ofensivo-defensivo; no tenían secretos para él, ni los campos ni los paisanos. De haber operado en ámbito mayor, quizás se le hubiere parangonado a Kutussoff, ignorándose cuántas veces probó fortuna con esa sola estrategia natural.
Cada bosque ribereño, guardaba el arcano de una partida pronta al desbande y a la reunión. Cada pisada presagiaba una aparición fantasmagórica que impedía continuar. Ni una voz, ni un “pasado” alentaba el camino de los invasores. Ganados y hombres habían desaparecido como por ensalmo, y un fuego calcinante se desprendía del polvo, enrojeciendo la visual. El terrible verano santiagueño y las secas represas, enloquecían de sed al forastero. No se recibió un parlamento en toda la campaña. Como antes las invasiones de Bedoya, del coronel Deheza, sólo el avance indiferente por los montes solitarios. Hasta entrar el 4 de noviembre en Santiago y tomar la ciudad.
Un absoluto despoblado. Nadie recibe al Ejército unitario. Ninguna autoridad espera a los “libertadores”, ni una bandera de capitulación se inclina ante su fuerza material. Al contrario, cada hoja de los bosques vecinos a la banda opuesta del Dulce, es un bombero de vigilante astucia.
El general Solá buscaba en vano, algunos prosélitos con quienes simular constituido su gobierno en Santiago. Esa desesperación se transparenta en su misma Proclama al llegar el 4 de noviembre de 1840: “Habitantes de la Capital: al acercarme a vosotros me he afectado profundamente de vuestra situación. Yo he encontrado una ciudad en la acefalía más completa. No he hallado entre vosotros categoría alguna pública, ni del más ínfimo orden. No hay un Juez de barrio, no hay un átomo, una sombra de autoridad establecida. Todo lo ha hecho desaparecer Ibarra para ejercer él solo, todo los poderes públicos”.
He aquí los fatídicos efectos del terror; la perfección del sometimiento alcanzado por la dictadura, dijeron los cronistas de la historia. Recuérdese para evaluar un juicio, que las fuerzas unitarias venían precedidas del efecto psicológico de los “pronunciamientos” de las provincias coaligadas. Que eran numerosas y prometían al pueblo liberarlo de ese terrible yugo federal. A la sombra de sus armas hubieran aflorado las resistencias contenidas. En cambio, nada se pudo con la fidelidad de Ibarra, de las masas locales. Las palabras del bando de Solá cayeron en el vacío: “Tenéis pues ya mezclado entre vosotros, al Ejército Libertador: en vosotros consiste ahora adquirir cuanto antes vuestra libertad, si cooperáis decididamente, por el valor y las virtudes del 2º Cuerpo del Ejército del Norte”.
Impotentes, los invasores tentaron luego la amenaza y el temor. El día 5 se disponía por un severo bando la leva de los ciudadanos aptos para el ejército, confiscación de reses y alimentos, caballos y armas. Prohibíase “bajo pena de la vida” el contacto, correspondencia o mensajes con los enemigos”. Tampoco ello dio resultado. El general Solá debió lanzarse entonces a la persecución de Ibarra, tratando de darle caza, ya que la inactividad de la ciudad a nada conducía. Marchó hacia el Sur, y libró en Sumamao una escaramuza con la guerrilla del capitán Juan Quiroga que murió en la acción. Pasó Loreto sin encontrar un adherente y al fin debió escribir desde Salavina, el 17 de noviembre a Lamadrid, para explicarle su decisión de abandonar Santiago. Reconocía que la experiencia “obtenida en tantas veces que se ha venido a esta Provincia con fuerzas que no han podido permanecer 15 días”, hacía posible la expedición siempre que hallare “la cooperación de los países para perseguir a Ibarra y hacer un cambio, el que apoyado por los gobiernos limítrofes pudiese afianzarse”. La pasada revolución contra Ibarra, la muerte de su hermano, todo parecía señalarles que encontraría éxito al llegar.
En cambio, debió reconocer desalentando el general Solá, este aserto que reivindica a Ibarra y define la aceptación social de su régimen: “Nunca se ha mostrado más enemigo este salvaje país, de fuerzas que sólo venían a protegerlos –confiesa a Lamadrid-. No pasan de tres hombres que en esta larga distancia a que hemos podido llegar con mil inconvenientes, se hayan atrevido a vernos las caras, hablarnos y darnos algunas noticias del paradero de Ibarra. Todo lo hemos encontrado exhausto y en retirada a los montes, las casas abandonadas, una que otra mujer lográbamos ver de distancia en distancia, sin tener de quien valernos para un solo bombero, ni entre esas pocas mujeres, ofreciéndoles pagarlas bien, ni baqueanos, etc., cuando al revés, cada algarrobo o jumial es un espía y bombero de Ibarra”. Y poniendo fin a su expedición, el ejército unitario se dirige a Córdoba a fines de noviembre, regresando a Tucumán el cuerpo de milicias de esa provincia.
El suelo santiagueño quedaba otra vez en manos de Ibarra casi sin luchar, La derrota de Lavalle en Quebracho Herrado, obligaba a las fuerzas unitarias a volver replegándose al Norte, y así dejaron Córdoba, Solá y Lamadrid. En los primeros días de enero de 1841, una columna de 500 hombres por órdenes e Lavalle, vuelve a internarse en Santiago. Al mando del coronel Acha venía a repetir la persecución de Ibarra. En esta nueva oportunidad debió volverse luego de peregrinar asolado, por la salina de mustio manto solitario, en la región sureña de la provincia. Para peor, el 26 de febrero la división de Acha, tuvo la deserción del batallón de correntinos. Con su comandante Ramírez, el contingente se presentó íntegro en la Capital, al servicio de Ibarra y mandados por éste, se incorporaron al ejército de Oribe que venía persiguiendo los restos unitarios.
La suerte de la Coalición estaba próxima a su fin. Ibarra con sus soldados santiagueños y Gutiérrez con los tucumanos, hostilizaban desde la frontera, esperando al grueso del Ejército Confederado que el 26 de agosto de 1841 hizo su entrada en la ciudad de Santiago con su jefe el general Manuel Oribe. Venían en su oficialidad el general Eugenio Garzón y Mariano Maza, entre otros amigos de Ibarra. El 19 de setiembre de 1841, todos estos jefes con la dirección de Oribe, libraban la batalla final en Tucumán, derrotando al ejército de Lavalle en Famaillá. La muerte de la Coalición era preludio del trágico desenlace que aguardaba al héroe de Río Bamba.
En aquellos días volvió a desarrollar Ibarra sus mejores influjos personales, con la intención de recuperar el predominio político interior, perdido durante el interregno unitario. Le ayudarían en ese patriarcal protectorado norteño, sus protegidos, los gobernadores de Salta y Jujuy. En la primera de estas provincias había hecho elegir a su cuñado Manuel Antonio Saravia, al que ayudó con armas y tropas santiagueñas al invadir desde Metán. Su amigo Iturbe, estaba repuesto en el gobierno jujeño, y Gutiérrez era electo en Tucumán, aunque después rompía relaciones con Ibarra, por seducir al ministro Gondra y llevarlo consigo.
No extrañaría que nuevamente esos gobiernos, se dirigieran al Patriarca federal en busca de consejo e información. Desde 1841, la aureola prestigiosa de Ibarra era como un puente intercomunicante, que hacía de corresponsal entre los ángulos norteños y rioplatenses. Una copiosa correspondencia, cursada con dichos gobernantes, le daba características diplomáticas a su epistolario. En Bolivia se encontraba al servicio de Ibarra el médico Gabriel Cuñado, relator fidedigno de los sucesos altoperuanos y galeno del ejército confederado. A la inversa, el acontecer porteño le era comunicado por el Dr. Eduardo Lahitte. Rosas designó a Lahitte, Agente de Negocios ante Bolivia y como la situación internacional le impidiera hacerse cargo, residía en Córdoba escribiendo desde allí a Ibarra, con regularidad durante dos años. Tales atenciones, eran retribuidas con delicados presentes del Caudillo santiagueño, menesteres en que servíanle sus mensajeros. Lavaysse o algún otro viajero culto que visitaba las provincias.
La adhesión de aquella democracia rural no podía olvidar que las invasiones intestinas significaban una disminución pecuaria, con la amenaza latente, para las manifestaciones económicas locales. Las armas de la civilización, se presentaron acompañadas de la promesa de libertad civil, con su inescindible secuela: la libertad comercial. Suficiente ya era para el interior, el espectáculo de un consumo que favorecía las arcas extranjeras y suplantaba los productores locales. Como llevamos demostrado, la política federal tendió a preservar la capacidad autárquica de nuestra industria. Era una interpretación sinónima de la libertad, aunando la independencia nacional con su soberanía económica. Este rasgo común, cuya necesidad de defensa manifestara Ibarra antaño, inspiró nuevas medidas en este período, consonantes con las que en Buenos Aires intentaban rectificar el librecambismo clásico.
El 23 de abril de 1839, el gobernador Ibarra, haciéndose cargo de la situación, había dictado el decreto, cuyos considerandos eximen todo comentario: “Teniendo en consideración los graves perjuicios que resultan a la industria de la provincia, a causa de la libre introducción de algunos artículos de comercio que por su mérito aparente y moral, son vulgarmente preferidos a los de igual clase elaborados en el país: Ha acordado y decreta: Art. 1º Queda prohibida la introducción de toda clase de tejidos que se elaboren en la Provincia como ser ponchos, frazadas y alfombras. 2º Del mismo modo, obras hechas de ferretería como frenos, estribos, espuelas, cencerros, chapas de toda clase, alcayata, pasadores, argollas”.
Antes de anularse por la competencia desigual, llamada “libre”, nuestra capacidad de abastecimiento, había que recurrir a estos serios y graves extremos que demostraban la profundidad de la situación creada a lo largo de 30 años. Los artículos de importación se vendían a bajos precios, en relación con los autóctonos. Su finalidad exclusivamente competitiva, buscaba la eliminación de la industria nativa, como base para la regulación exclusiva del mercado. Las prohibiciones no podrían cumplirse, entre las vicisitudes internas, el contrabando y las múltiples necesidades del consumo.
Para remediar el asedio de varias direcciones, Ibarra volvió a insistir. En decreto del 10 de julio de 1843, se explicaba: “1º Que la introducción de efectos ultramarinos importados a las Provincias del Norte de la República por la vía de Cobija, perjudica notablemente nuestro comercio interior y exterior, por cuanto se nos extrae en retorno la moneda metálica, único medio circulante de nuestro comercio en dichas provincias. 2º Que nuestros frutos territoriales, no pudiendo extraer para dicho Puerto, pierden la estimación, no habiendo demanda de ellos”. En síntesis resolvía: “Que todos los efectos de ultramar que se introduzcan a la Provincia de Santiago procedentes de los puertos de Valparaíso y Cobija y por cualquier otra vía que no sea la procedencia de nuestros puertos argentinos, pagarán en esta Aduana el treinta por ciento de derechos de alcabala sobre los aforos de las guías”
Se explica esta orientación que Ibarra mantuvo hasta los días finales, en salvaguardia de la economía interior. Porque el drenaje continuo de oro y plata que sufrió el país desde sus primeros años, se hacía a costa de las provincias cuyos artículos no eran exportables, como los ganaderos bonaerenses. En cambio, desde agosto de 1837, por una ley complementaria de la Aduanera que prohibía sacar numerario, los importadores porteños tenían que llevarse sus beneficios en productos naturales del país. Se había detenido así, la continua evasión de metálico por el puerto de Buenos Aires. Como señala José María Rosa, éste cambiaba su antiguo carácter invasor de puerta franca, permitiendo la recuperación nacional.
Pero la importación, dando vuelta tranquilamente, se iba por los puertos del pacífico. Y su entrada competitiva se hacía ahora, con los mismos efectos para el Norte, eludiendo las disposiciones legales con que la Confederación buscó preservar su autonomía industrial. A evitarlo tendía la legislación de Ibarra ya que los puertos de Chile, Perú y Bolivia, como Montevideo en el sud, eran simples asientos del comercio europeo. Al imitar esta orientación, el gobernador Gutiérrez dictó en 1848 una medida que reproduce el decreto de Ibarra. La escasez de metálico afectaba también a Tucumán, y consideraba “que no es conveniente fomentar mercados extranjeros habiéndolos en la República superabundantemente abastecidos para hacer frente a toda clase de especulaciones comerciales.
El problema nunca desapareció del todo. Ibarra insistió, resolviendo el 19 de junio de 1848: “Que los efectos de ultramar que se introduzcan a ésta por las provincias del Norte, se consideren como de procedencia extranjera y como tales, paguen el 30% de derecho”. La aparente prohibición que podía afectar a las mismas provincias argentinas, era debida a la imposibilidad de distinguir en ciertos casos el origen de las mercaderías. Por eso se considerarían comprendidas sólo aquellas “que vinieren sin los documentos correspondientes que acrediten su procedencia de los puertos argentinos”.
Estas someras manifestaciones del federalismo santiagueño, coinciden en el plano político y económico. En su transcurso, integran la más sensata orientación defensiva del ser nacional, encarnada en sus Caudillos populares.
Fuente
Alen Lascano, Luis C. – Juan Felipe Ibarra y el federalismo del norte – Buenos Aires (1968)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Figueroa, Andrés A. – Asuntos Políticos de Bolivia – Santiago del Estero (1928)
Figueroa, Andrés A. – Los Papeles de Ibarra, Tomo II – Santiago del Estero (1938).
Gargajo, Alfredo – Ibarra y la Coalición del Norte – Santiago del Estero (1940).
Lizondo Borda, Manuel – Tucumán (1810-1862) – Historia de la Nación Argentina.
Merejcovsky, Dimitri – Vida de Napoleón – 3ª edición – Colección Austral – Buenos Aires.
Resoluciones y Decretos de don Felipe Ibarra – Revista del Archivo, Nº 20, Abril-Junio (1929).
Rosa, José María – Defensa y pérdida de nuestra independencia económica – Buenos Aires (1943).
Solá, Manuel (h) – La Liga del Norte contra Rosas, 1839-1840 – Salta (1898).
FUENTE: www.revisionistas.com.ar
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